Yo soy hincha de la selección, si la
memoria no me falla (y me falla bastante), poco después de renovar en el final
de la adolescencia mi amor por el Millonarios Fútbol Club. El equipo con el
nombre más pretencioso en la historia del fútbol. Fue A los 16, cuando alentado
por el soplo invisible de un espíritu de
idiotez e insípida rebeldía, regresé al Campín con el firme propósito de recuperar
la olvidada herencia de mi abuelo. Quizá por esa misma razón, y por la tozudez
de mi viejo y mis tíos –además de la de un primo que lloró en la eliminación
del 94 y botó el muñeco articulado de Oscar Córdoba a la basura-, empecé a
alentar a la selección. Una cosa me molestaba de esto como me molesta hoy en
día y es compartir el mismo sentimiento con mis compatriotas, los colombianos.
Me parece odiosa esa ilusión de
falsa hermandad que supuestamente nos une, cobijados por la bandera tricolor,
cada que juega la “sele”, sólo para saber que al día siguiente, cuando la
borrachera se nos pasa, volvemos a ser lo que somos: esa cultura tramposa del
“más abeja” y del frenético sálvese quien pueda.
Por eso ahora que el ensordecedor
zumbido del mundial ha cesado, debo confesar que celebré con pocos amigos -y
casi que escondido en edificios- entre el volumen denso del pisquero y el sabor
horrible del aguardiente.
No salimos a la calle a lanzar harina a los
desconocidos, no me abracé con gente que no conocía, no pusimos vallenato ni
escuchamos el ras tas tas, nada. Lo que sí pasó, como le pasó al resto de
hinchas y a los que se fueron subiendo al bus en el transcurso de la
competencia, fue quedar enamorado del juego que exhibían los cafeteros. Cuánta
técnica, cuántos huevos, cuánta alegría.
Uno a uno fueron cayendo griegos,
marfileños, nipones y uruguayos, entre coreografías ingeniosas y goles
memorables. Hasta que llegamos al coco, Brasil, y sucedió lo inevitable: Nos
cagamos en el primer tiempo y cuando reaccionamos, David Luiz sacó un gol que
jamás en su vida volverá a sacar. Nos eliminaron. Adiós. Chao. No va más. Qué
desazón ¿no?
Fue precisamente ese fútbol bonito y
en general el nivel del torneo, la causa de que no me perdiera ninguno de los
64 partidos del mundial. Ninguno. Ví Iran-Bosnia y Grecia-Japón. Me dormí en un
par de los de los sábados, es cierto, pero haciendo honor a la verdad, estuve
pendiente de todos. La Copa Mundo de Brasil fue para mí una bonita recompensa
después de haber soportado tantos Huila-Millos y la recibí como tal. El juego
de los dirigidos por Pekerman fue la sonrisa que me debía esa estúpida e
irracional pasión que me despierta el fútbol.
Lo que yo no sabía era cuánto me iba a pesar eso.
Ahora que he regresado al estadio,
es más evidente el pobre nivel del fútbol colombiano. Y no es de Millos
únicamente, ojo, pues no conozco un equipo que merezca más reconocimiento por
su juego. Ese pobre nivel lo atribuyo por un lado a la avaricia de los
dirigentes del deporte, que ven signos de pesos hasta cuando están cagando pero de fútbol más bien pocón y
por el otro, a la falta de presión sanguínea de la arteria aorta, justo debajo
del plexo solar, que muestran algunos jugadores que salen a la cancha como si
fueran obligados.
El fútbol colombiano es aburrido
hasta el cansancio y las emociones escasean. En el caso del equipo que aliento,
los refuerzos no llegan, los dirigentes mienten y el técnico tiene que hacer lo
mejor que puede con el capital humano con el que cuenta. Los partidos se tornan
trabados y hay poco de dónde pegarse. No es que antes hubiera sido diferente.
Esto es lo que siempre ha habido y es lo que hay.
Abonado entonces como estoy, me veo
cada ocho días imaginándome que el 10 -esta vez azul- la parará de pecho luego
de un pase de cabeza, mirará fijamente al balón
casi que besándolo sutilmente y enviará el balón a estrellarse en el
palo superior para ingresar finalmente y de manera violenta al arco
contrario. Así hasta que eso pase o hasta
que se me pase, hasta que me vuelva a fallar la memoria (y me falla bastante).
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