miércoles, 12 de agosto de 2015

La desazón del fútbol nuestro.


Yo soy hincha de la selección, si la memoria no me falla (y me falla bastante), poco después de renovar en el final de la adolescencia mi amor por el Millonarios Fútbol Club. El equipo con el nombre más pretencioso en la historia del fútbol. Fue A los 16, cuando alentado por el soplo invisible  de un espíritu de idiotez e insípida rebeldía, regresé al Campín con el firme propósito de recuperar la olvidada herencia de mi abuelo. Quizá por esa misma razón, y por la tozudez de mi viejo y mis tíos –además de la de un primo que lloró en la eliminación del 94 y botó el muñeco articulado de Oscar Córdoba a la basura-, empecé a alentar a la selección. Una cosa me molestaba de esto como me molesta hoy en día y es compartir el mismo sentimiento con mis compatriotas, los colombianos.

Me parece odiosa esa ilusión de falsa hermandad que supuestamente nos une, cobijados por la bandera tricolor, cada que juega la “sele”, sólo para saber que al día siguiente, cuando la borrachera se nos pasa, volvemos a ser lo que somos: esa cultura tramposa del “más abeja” y del frenético sálvese quien pueda.

Por eso ahora que el ensordecedor zumbido del mundial ha cesado, debo confesar que celebré con pocos amigos -y casi que escondido en edificios- entre el volumen denso del pisquero y el sabor horrible del aguardiente. 

No salimos a la calle a lanzar harina a los desconocidos, no me abracé con gente que no conocía, no pusimos vallenato ni escuchamos el ras tas tas, nada. Lo que sí pasó, como le pasó al resto de hinchas y a los que se fueron subiendo al bus en el transcurso de la competencia, fue quedar enamorado del juego que exhibían los cafeteros. Cuánta técnica, cuántos huevos, cuánta alegría.
Uno a uno fueron cayendo griegos, marfileños, nipones y uruguayos, entre coreografías ingeniosas y goles memorables. Hasta que llegamos al coco, Brasil, y sucedió lo inevitable: Nos cagamos en el primer tiempo y cuando reaccionamos, David Luiz sacó un gol que jamás en su vida volverá a sacar. Nos eliminaron. Adiós. Chao. No va más. Qué desazón ¿no?

Fue precisamente ese fútbol bonito y en general el nivel del torneo, la causa de que no me perdiera ninguno de los 64 partidos del mundial. Ninguno. Ví Iran-Bosnia y Grecia-Japón. Me dormí en un par de los de los sábados, es cierto, pero haciendo honor a la verdad, estuve pendiente de todos. La Copa Mundo de Brasil fue para mí una bonita recompensa después de haber soportado tantos Huila-Millos y la recibí como tal. El juego de los dirigidos por Pekerman fue la sonrisa que me debía esa estúpida e irracional pasión que me despierta el fútbol.  Lo que yo no sabía era cuánto me iba a pesar eso.

Ahora que he regresado al estadio, es más evidente el pobre nivel del fútbol colombiano. Y no es de Millos únicamente, ojo, pues no conozco un equipo que merezca más reconocimiento por su juego. Ese pobre nivel lo atribuyo por un lado a la avaricia de los dirigentes del deporte, que ven signos de pesos hasta cuando están cagando pero de fútbol más bien pocón y por el otro, a la falta de presión sanguínea de la arteria aorta, justo debajo del plexo solar, que muestran algunos jugadores que salen a la cancha como si fueran obligados. 

El fútbol colombiano es aburrido hasta el cansancio y las emociones escasean. En el caso del equipo que aliento, los refuerzos no llegan, los dirigentes mienten y el técnico tiene que hacer lo mejor que puede con el capital humano con el que cuenta. Los partidos se tornan trabados y hay poco de dónde pegarse. No es que antes hubiera sido diferente. Esto es lo que siempre ha habido y es lo que hay.

Abonado entonces como estoy, me veo cada ocho días imaginándome que el 10 -esta vez azul- la parará de pecho luego de un pase de cabeza, mirará fijamente al balón  casi que besándolo sutilmente y enviará el balón a estrellarse en el palo superior para ingresar finalmente y de manera violenta al arco contrario.  Así hasta que eso pase o hasta que se me pase, hasta que me vuelva a fallar la memoria (y me falla bastante).

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