Esa tarde, la
selección colombiana de fútbol, dirigida por el argentino Pekerman, jugaba en
Bruselas contra la selección de Bélgica, el nuevo coco europeo. Era un partido
amistoso sin mayor importancia para los hinchas del equipo tricolor, salvo
marcar el camino al próximo mundial a celebrarse en Brasil y de paso, reafirmar
la fuerza del grupo frente a un rival de peso.
El partido
transcurría sin mayor novedad. Era uno de esos partidos trabados, aburridores,
en los que ninguno de los dos equipos logra pasar la media cancha y menos batir
la defensa del rival. El primer tiempo acabó sin gol alguno entre los bostezos
de los asistentes que desafiaban el invierno europeo y la algarabía de los
seguidores colombianos, que habían llegado en buen número al estadio. En esos
instantes yo, a más de 8000 kilometros de distancia, esperaba el avión que me
llevaría de Medellín a Bogotá y entretanto, observaba el partido mal
sintonizado en el televisor viejo de una de las pocas cafeterías del aeropuerto
Jose María Córdova de Rionegro.
Cinco minutos
después que el árbitro del encuentro decretó el inicio de la segunda parte, el
“Tigre” Falcao supo plantarse en el área para recibir un pase magistral de su
compañero del Mónaco francés, James Rodriguez. Con gracia, el “tigre” regateó
al Mignolet, el guardameta Belga que, sin éxito, hizo su mayor esfuerzo para
arrebatarle en una estirada felina el balón atado al guayo del colombiano.
Falcao finalmente logró esquivarlo y mandar el balón al fondo de la red. En el
aeropuerto se dejó escuchar el primer grito de gol y yo entre extraños lo
celebré.
En el minuto
59, Pekerman envío a Muriel a las duchas y en reemplazo hizo ingresar a Ibarbo,
el delantero del Cagliari Italiano, que regresaba a la selección después de una
ausencia de tres años. A los cinco minutos de haber pisado el césped, James
Rodriguez cobró un tiro libre con dirección al área, Luis Amaranto Perea bajo
el esférico de un cabezazo y lo dejó servido en los pies de Ibarbo, que,
luego de calmar el balón con la pierna derecha, soltó un misil con la zurda que
se clavó en el ángulo de la portería defendida por los Belgas.
La felicidad
fue completa. Ahora la cafetería en la que yo estaba tenía más observadores que
en el primer tiempo y se escuchó un solo grito a la par que unos pocos abrazos
entre hinchas desconocidos se dejaron entrever en el lugar. En medio del
jolgorio, una voz infantil preguntaba con inocencia e insistencia qué si sí
había sido gol, que si el balón realmente había entrado. Un borracho le respondió
de mala gana con una pregunta, luego de afirmarle que sí había sido gol:
-
¿y es que usted no ve o qué, papito?
El padre del
chico, que sostenía la mano del menor contestó enojado, ofendido, que en
efecto, el niño no veía porque era ciego de nacimiento.
El niño que se
había escondido tras su padre, salió de su refugio y a pesar del incómodo
momento sonrío desafiante y le contestó a su beodo interlocutor:
-
Yo puede que no vea los goles, pero los siento.
El niño
finalmente gritó el gol de Ibarbo, que en la noche europea agradecía a
los dioses que el balón hubiese entrado.
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