miércoles, 12 de agosto de 2015

Un grito ciego.

Esa tarde, la selección colombiana de fútbol, dirigida por el argentino Pekerman, jugaba en Bruselas contra la selección de Bélgica, el nuevo coco europeo. Era un partido amistoso sin mayor importancia para los hinchas del equipo tricolor, salvo marcar el camino al próximo mundial a celebrarse en Brasil y de paso, reafirmar la fuerza del grupo frente a un rival de peso.
El partido transcurría sin mayor novedad. Era uno de esos partidos trabados, aburridores, en los que ninguno de los dos equipos logra pasar la media cancha y menos batir la defensa del rival. El primer tiempo acabó sin gol alguno entre los bostezos de los asistentes que desafiaban el invierno europeo y la algarabía de los seguidores colombianos, que habían llegado en buen número al estadio. En esos instantes yo, a más de 8000 kilometros de distancia, esperaba el avión que me llevaría de Medellín a Bogotá y entretanto, observaba el partido mal sintonizado en el televisor viejo de una de las pocas cafeterías del aeropuerto Jose María Córdova de Rionegro.
Cinco minutos después que el árbitro del encuentro decretó el inicio de la segunda parte, el “Tigre” Falcao supo plantarse en el área para recibir un pase magistral de su compañero del Mónaco francés, James Rodriguez. Con gracia, el “tigre” regateó al Mignolet, el guardameta Belga que, sin éxito, hizo su mayor esfuerzo para arrebatarle en una estirada felina el balón atado al guayo del colombiano. Falcao finalmente logró esquivarlo y mandar el balón al fondo de la red. En el aeropuerto se dejó escuchar el primer grito de gol y yo entre extraños lo celebré.
En el minuto 59, Pekerman envío a Muriel a las duchas y en reemplazo hizo ingresar a Ibarbo, el delantero del Cagliari Italiano, que regresaba a la selección después de una ausencia de tres años. A los cinco minutos de haber pisado el césped, James Rodriguez cobró un tiro libre con dirección al área, Luis Amaranto Perea bajo el esférico de un cabezazo y lo dejó servido en los pies de Ibarbo,  que, luego de calmar el balón con la pierna derecha, soltó un misil con la zurda que se clavó en el ángulo de la portería defendida por los Belgas.
La felicidad fue completa. Ahora la cafetería en la que yo estaba tenía más observadores que en el primer tiempo y se escuchó un solo grito a la par que unos pocos abrazos entre hinchas desconocidos se dejaron entrever en el lugar. En medio del jolgorio, una voz infantil preguntaba con inocencia e insistencia qué si sí había sido gol, que si el balón realmente había entrado. Un borracho le respondió de mala gana con una pregunta, luego de afirmarle que sí había sido gol:
-          ¿y es que usted no ve o qué, papito?
El padre del chico, que sostenía la mano del menor contestó enojado, ofendido, que en efecto, el niño no veía porque era ciego de nacimiento.
El niño que se había escondido tras su padre, salió de su refugio y a pesar del incómodo momento sonrío desafiante y le contestó a su beodo interlocutor:
-          Yo puede que no vea los goles, pero los siento.

El niño finalmente gritó el gol de Ibarbo, que  en la noche europea agradecía a los dioses que el balón hubiese entrado.

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