miércoles, 12 de agosto de 2015

Un exilio obligatorio.


El Embera Katío viene de Tahami, en el Chocó y es persona de selva y agua.  Viene de donde el verde aturde con un luminiscencia que todo lo abarca. Solía dormir rodeado de vegetación, amparado por antiguas montañas que esconden tesoros fabulosos y por ríos que descienden de lo más alto y que riegan por doquier una tierra fértil y fecunda. Lo saben ellos y lo saben bien los que, desde la aparición del primer blanco, hace ya tantas lunas, han codiciado sus tierras. Generación tras generación se han visto cara a cara con el invasor y han resistido dignamente, haciendo respetar su territorio sagrado.
Sólo hasta hace poco la guerra despiadada que desangra al país que dice protegerlos, con sus distintos ejércitos, logró lo que no pudo lograr el español: echó a sangre y fuego, entre el ruido demencial de la metralla, al Embera Katío de su territorio sagrado.
Obligado a vagar fuera de su lugar de origen, escuchó el llamado ensordecedor de una promesa distante, enclavada en montañas más lejanas que las suyas. Seducido, fijó como destino de su huida a la ciudad de Bogotá, un lugar deslumbrante, despiadado, ruidoso y gris, donde se agitan el afán, la indiferencia y el sálvese quien pueda.
Hoy en día, de las 54.000 hectáreas que abarca Tahami, el 81% está en manos de la Anglo Gold Ashanti. Bajo la modesta figura de concesión, dichosa, saca fruto y rédito de los tesoros que guardan en sus entrañas las montañas tutelares del Embera Katio. Nadie sabe para quién trabaja.
El niño Embera se hace hombre entre el smog y el olor a bazuco, recorriendo las calles del centro de la ciudad, entre las prostitutas y los pillos que las frecuentan. En este ambiente hostil se ve obligado a adaptarse y sobrevivir. Y aprende la trampa y conoce el gusto efervescente del alcohol barato y de la plata fácil. Así, de a pocos, casi sin quererlo, a tumbos, ciego por un falso resplandor, se ve envuelto por las garras de este monstruo despiadado que se llama Bogotá.
Y olvida pescar a falta de ríos donde hacerlo. Olvida cultivar porque el cemento es tierra gris e infértil, imposible de arar.  Olvida el susurro del Jai milenario porque la cárcel en la que viven no permite que resuene como en los sitios sagrados. En una ciudad como esta, el Jaibaná, médico tradicional e interlocutor de los espíritus, no es más que un viejo supersticioso y borracho; y para el niño Embera, un vínculo desdeñable con su pasado indígena.
Olvida también el sabor amargo de la medicina tradicional porque el que prueba cada vez que le sube la fiebre es el del ibuprofeno que regalan orgullosas las entidades estatales. Olvida de paso el valor del trabajo, porque la abuela mendiga su arte precioso a cambio de miradas de indiferencia y una que otra moneda.
El Embera Katío ve pasar los días y los meses y el retorno a su territorio está cada vez más jodido. Sus reclamos son gritos sordos. Su presencia en la ciudad, una imagen triste y cansada. Entre el odioso y frío trámite burocrático sus ganas de volver se van diluyendo, y ante el abandono y el desprecio, crecen las ganas de quienes se quieren quedar.
Amparado en las leyes, con todos los papeles en regla, con el apoyo de profesionales, el Embera Katío reclama atención y solución a su éxodo. Al frente suyo, el gobierno de turno, que se precia de ser multiétnico y pluricultural, no escucha; o escucha e ignora, o escribe soluciones pero no las ejecuta, dejándolos a su suerte, ofreciendo unas monedas y un techo en pleno corazón de la olla capitalina.

Crece la frustración de quienes caminan la palabra con el Embera. Crece la desazón y la melancolía que alimenta la añoranza del susurro mágico del Jai, de las mil voces del río, del territorio sagrado, de saberse en su lugar y no sentirse exiliado.




Escrito con la invaluable colaboración de Mónica Suarez. 

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